viernes, 29 de enero de 2016

Baum

Todos los caminos le llevaban al mismo lugar. Un árbol.
Un árbol ancho, robusto, apartado, mayor.
Un árbol donde tirarse a leer o escuchar hablar al viento con los pájaros.
En fin, su árbol.

Un árbol rodeado de silencio, pero no un silencio como el de un tabernero pelirrojo, ni como el de dos miradas que se gritan, ni como el que hace una clase dormida en medio de una explicación; no. Es un silencio musical, llevado el viento, acompañado por el contacto de las hojas entre ellas, bañado todo por una luz que no está segura de querer mirar esos momentos tan íntimos, pero que sin querer, lo inunda todo de claridad, de calidez.

Esa luz que baña e inunda, esa, atrae pequeños sonidos que no rompen el silencio que rodea a su árbol; lo acompaña, como acompaña a todos los seres que ha imaginado jugando por el bosque que le rodea, con sus diferentes pelajes y características, tan singulares que aparecen en libros, pues la gente ya los ha olvidado.

Era en esos momentos tan brillantes, que sabía que estaban corriendo por allí, por su casa, cerca de su árbol secreto tan sumamente protegido.


Pero no solo era el árbol, sino su espacio, su lugar,
donde huir y encontrarse
donde vivir en otro mundo,
su mundo.




Y, de golpe,                                            todo ha desaparecido.



Todo arrasado. 

No queda nada.


Solo troncos caídos, cortados, arrancados de su tierra, su espacio.
Tirados de manera violenta por ese mismo viento que los hacía cantar, que los acompañaba.

Sin entender de motivos, todo se derrumba en frente de unos ojos que se pierden en una inundación de tristeza.

Todos esos momentos, todos los lugares secretos y las historias que guardaban, ya no hay prueba de ello.

En un momento, todo su pasado se ha perdido con el viento.



Pero coge aire e intenta sonreír, porque de aquí saldrán otros árboles, otros momentos e historias, y todos los seres que se han fugado, volverán, acompañados de esa luz tan íntima y agradable, 
tan de bosque,
tan de árbol.