lunes, 5 de octubre de 2015

Huida

"Haz esto. Ve a por aquello. Allí debes recoger algo y traerlo."

Nunca tuvo un espacio que le permitiera hacer aquello que tanto le gustaba: tirarse al suelo y mirar el cielo. Siempre guiada por alguien o algo, nunca encontró lo que llamaremos "su camino".

Andaba y andaba, de un lado hacia otro, sin más rumbo que ordenes camufladas, pues terminó siendo lo único que sabía leer.
         Hasta que un día cayó. Dolió tanto, que no podía levantarse. Entonces se dio cuenta:
                                                                     estaba ciega.
No veía más allá de unos pasos frente a ella.

Llevaba tanto tiempo mirando al suelo, que los ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Llenos de polvo y lagrimas compactas, no podía abrirlos.

Se parecía a una cebra, con tantos arañazos.
     Con el paso de los años, no cambió del todo. Seguía ordenes como al principio, pero ahora también se escuchaba un poco.
                                                  Creía que con aquello le bastaba.
Ahora, en vez de quedarse tirada intentando quitarse el polvo de los ojos, se hacía un nudo en la boca del estomago y seguía. Y no paraba, o eso parecía.
Se quedaba en medio de lo que se hacía llamar gente, y buscaba el silencio.
Y él la encontraba, y la asustaba. Y la abrazaba. Y le oprimía los pulmones.

Y ella se iba como quien no ha llorado, intentando cantar aquel cielo que ahora no lograba ver, a sabiendas que este estaba cambiando y ella no lo veía.

Dicen que terminó por irse con el tren de medianoche, allí donde nadie la iba a encontrar, pues nadie la echaba de menos. O eso creía. Pero se fue. Con una espina clavada a base de ordenes camufladas y intenciones desconocidas por una ciega que no ve más allá de lo que siempre ha tenido delante.

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